domingo, 29 de agosto de 2010

LOS MAESTROS ALEMANES DEL SIGLO XIX

El vértigo y la velocidad de nuestra sociedad “de la información” o la rigidez de los planes docentes no suele permitir que nos detengamos, siquiera sea un momento y más allá de lugares y lemas comunes, en considerar autores que a veces han sido calificados con la peligrosa denominación de “superados” o “desfasados”. El siglo XIX alemán ha conocido personalidades inigualables en las ciencias y las artes, también en la Historia, que han influido decisivamente en la posteridad. Debemos saludar por tanto la feliz iniciativa de la Editorial Herder y de la Cátedra Guillermo y Alejandro de Humboldt en haber publicado los trabajos recogidos por Karl Kohut (Universidad de Eichstätt) y que formaron parte de un ciclo de conferencias pronunciadas en México durante 2005.

El libro aborda un siglo crucial para el desarrollo de la ciencia histórica, y esto no sólo en Alemania. La Revolución Francesa puso fin a un mundo cuyas raíces se hundían hasta la Antigüedad Tardía y abrió las puertas a una existencia nueva, no siempre tan libre, feliz y plena de derechos como se barruntaba, y desde luego no exenta de peligros, peligros que se materializaron en revoluciones, guerras y la irrupción de los nacionalismos en la política. Todo ello cambió la faz de Europa y tuvo su correlato en el debate historiográfico.

En la obra objeto de nuestra atención, reconocidos especialistas en la materia (como acreditan los currícula de las pp. 191-194) ilustrarán las figuras de los fundadores de la historia moderna, desde Fr. Schiller (finales del siglo XVIII) hasta Fr. Meinecke (primera mitad del siglo XX). Peer Schmidt aborda dos figuras verdaderamente fundacionales de la historiografía alemana: Schiller (“El primer historiógrafo de Alemania”, pp.23-41) y Ranke (“Leopold von Ranke: sólo historias, no historia, pp. 43-60). Guillermo Zermeño aborda la figura del autor que sentó las bases metodológicas de la historiografía moderna: “droysen o la historia como arte de la memoria” (pp. 61-88). La gigantesca figura de Th. Mommsen es abordada por Ricardo Martínez Lacy (“Theodor Mommsen: Historiador decimonónico de Roma”, pp. 89-101). Guillermo Palacios aborda la historia cultural a partir de la semblanza biográfica de su fundador: “Jacob Burckhardt y la historia cultural, pp. 103-135”. El tránsito al siglo XX se encara a través de las figuras de Wilhelm Dilthey (a cargo de Marialba Pastor, “Wilhelm Dilthey: las experiencias vitales y la historia”, p. 137-151) y de Friedrich Meinecke.(por parte de Francisco Gil Villegas, “El cosmopolitismo en Friedrich Meinecke y el historicismo tardío”, pp. 153-189).

La selección de estos autores, y la mención indirecta que se hace a otros a lo largo de estas páginas, ofrece al lector una interesante aproximación a la historiografía germana, aproximación que se hace desde la confrontación entre idealismo y positivismo, las dos tendencias rectoras del momento, enfoque que se emplea como planteamiento central del libro, junto con la tendencia imparable a la profesionalización y especialización de la Historia en un siglo marcado por los nacionalismos. Efectivamente, desde las postrimerías del siglo XVIII se observa la tendencia a profesionalizar la historia, a alejarla de una concepción exclusivamente retórica o literaria, cosa que se acentúa a lo largo del siglo XIX y culmina con el historicismo y el encumbramiento de la Historia entre las demás ciencias. Una manifestación temprana de dicha tendencia la vemos en el historiador y poeta Fr. Schiller. Su obra se engloba todavía en la historiografía universalista propia del siglo XVIII, pero que pone ya un marcado énfasis en el estudio de las fuentes históricas, como vemos tanto en sus obras históricas como literarias. La profesionalización de la historia se hace realidad en la obra de Leopold von Ranke, autor que pretende la segregación de la Historia de los géneros literarios y acercarla más a las ciencias, de ahí su empeño en la objetividad y en mostrar las cosas “como realmente sucedieron”. Esta tendencia a la profesionalización y especialización científica se aprecia asimismo en J.G. Droysen, que desarrolla una importante labor de sistematización de la teoría general de la investigación histórica, materializada en su gran obra metodológica Histórica.

Pero esta veneración por el hecho objetivo escondía bastantes concepciones subjetivas, como el nacionalismo, de hecho para Ranke las naciones se remiten directamente a Dios. La obra de Theodor Mommsen se estudia en este volumen desde el punto de vista de la ideología política y nacional del autor, y en concreto desde la identificación de la propia Roma en su proceso de unificación de la península itálica con la Alemania que su unificó en 1871. La consecuencia evidente, la evolución hacia un sistema político omnímodo donde el margen para el individuo sea muy estrecho, fue algo que tampoco escapó a la visión de otros pensadores e historiadores alemanes que cedieron el papel que ocupaba la nación y la política a la cultura. La tendencia culturalista, histórico cultural, la vemos en la obra de Jacob Burckhardt, en quien se aprecia la irrupción de un cierto relativismo contrario a las doctrinas universalistas de la Ilustración además de un cuestionamiento clave en la concepción de la verdad, ya que no habría un única verdad, sino distintas maneras de pensar en función de la época y del marco histórico. Burckhardt es además un pesimista cultural, que ve en la preeminencia del Estado una continua amenaza para el individuo; frente al concepto de nación propuso el de cultura y negó la existencia de leyes en la historia. La importancia del individuo en la Historia y de la vivencia individual y de la acumulación de la experiencia vital para entender la misma aparece claramente en Dilthey, que enfatiza el papel de los protagonistas en la historia, sus vivencias, sus experiencias y sus motivaciones; lo importante de este punto de vista abiertamente voluntarista es el cuestionamiento de la objetividad de las fuentes, dado que estas sólo tendrían sentido al ser interpretadas por los historiadores, y esto es en último término algo subjetivo e individual, que no todos los historiadores harán de la misma manera. Pero es probablemente en Fr. Meinecke, dada la evolución de su pensamiento propiciada también por su longevidad, en quien se materializa mejor la esencia de esta oposición entre idealismo e historicismo. Historiador de la cultura y del espíritu humano, cercano por tanto a Dilthey, muestra una clara influencia en sus inicios del magisterio de Leopold von Ranke, que recibió directamente. De hecho fue marcadamente nacionalista, y consideraba el cosmopolitismo un mal que debilitaría a la nación alemana. Después de la Primera Guerra Mundial evolucionó, no obstante, a posiciones menos nacionalistas. Desde su punto de vista, consideraba a cada nación como un ser individual y no como una nación más o menos avanzada en función de lo que hubiera podido acercarse a las concepciones civilizatorias de la Ilustración. Tras la Segunda Guerra Mundial, Meinecke se aproximó mucho más a las reflexiones de Burckhardt, de marcado pesimismo cultural y que en algún caso daban la impresión de haber previsto que el siglo XX sería un siglo de catástrofes.

No se trata en este libro de presentar al lector disecta membra, artículos apenas vertebrados entre sí como por desgracia ocurre en volúmenes de esta naturaleza, sino que se advierte claramente la concepción global y unitaria que anima la obra, en parte gracias a la introducción aclaratoria del propio compilador (“Introducción. Del idealismo al historicismo”, pp. 9-22), pues es aquí donde se evidencia que no estamos ante una colección de ensayos sobre la historiografía alemana del siglo XIX, sino ante una selección de estudios sobre autores considerados significativos y característicos del siglo XIX alemán, a través de los cuales se aprecia las dos grandes tendencias de esa época: el idealismo (en palabras de W. von Humboldt, y elegidas por el compilador, “la representación del esfuerzo de una idea en su lucha por alcanzar existencia en la realidad”) y el positivismo (“simplemente mostrarlo que verdaderamente ocurrió”, según Leopold von Ranke, de nuevo citado por el Prof. Kohut).

La obra contiene además sugerentes, aunque breves, menciones a la historiografía mejicana y su conexión con la alemana, como la mención de la influencia más general del historicismo en México (p. 180), o la alusión más concreta a la obra Lucas Alamán, autor de la Historia de México en 1849 (pp.43-44) en relación con Ranke, cuyos principios metodológicos comparte abiertamente. Es comprensible, dado el planteamiento del libro, que no se mencionen todos los autores susceptibles de ser tratados, pero sorprende la ausencia de K. Marx. Hubiera sido interesante, asimismo, abordar la posición de Mommsen no sólo frente al Estado nacional, sino también frente al cristianismo y la Iglesia, que hoy día es mucho mejor conocida, y poder comparar sus planteamientos con las opiniones de Burckhardt acerca de la Antigüedad Tardía. De este modo se hubiera podido constatar la influencia que E. Gibbon (y en particular sus ideas del patriotismo nacional frente al universalismo cristiano) ejerció sobre la historiografía alemana, abriendo otra interesante línea de debate.

Finalmente, es mérito del compilador Prof. Kohut haber logrado que aportaciones variopintas entre sí y que pueden ser leídas como contribuciones independientes, tengan un claro hilo conductor, a partir de ideas rectoras, verdadero leitmotiv del libro, como son la confrontación entre idealismo y positivismo, nacionalismo y cosmopolitismo, política y cultura. Quizá por ello hubiera sido mejor disponer la bibliografía de manera unitaria en un único capítulo final, y no por separado en cada capítulo. La obra, en conclusión, aborda de lleno, con solvencia y mucho interés, una de las épocas más importantes para la formación del pensamiento histórico europeo.

Karl Kohut (compilador), El oficio de historiador. Teorías y tendencias de la historiografía alemana del siglo XIX, ed. Herder, Cátedra de Guillermo y Alejandro de Humboldt, México 2009, 198 pp.



El pensamiento histórico de Jaime Balmes


Pese al rechazo –sobre todo ideológico lo que en este país es como decir supersticioso- que muchos sienten por la filosofía y la historiografía decimonónica española, lo cierto es que hubo pensadores en este país cuya obra resultaba plenamente coherente con las corrientes europeas de su tiempo y que haríamos bien en no condenar al olvido o al desprecio, porque muchos de los que así obran- ya sea por soberbia o por ignorancia- no están en realidad, ni lejanamente, a la altura científica ni metodológica de los autores que tanto repudian.

Uno de los pensadores que merece la pena recordar fue Jaime Balmes (1810-1848). Su obra es filosófica y no fue propiamente un historiador. Sin embargo, no son pocas las alusiones a la historia que encontramos en su trayectoria. La agitada situación en España y el ambiente de guerra civil y revolución le hicieron reflexionar hondamente sobre cuestiones políticas e históricas de la vida nacional. Encendido defensor de la monarquía católica, también se interesó por la cuestión social y fue uno de los primeros estudiosos españoles en utilizar científicamente la estadística, lo que le convierte en un precursor de la moderna sociología. Así, por ejemplo, en su obra La civilización plantea la estadística como forma positiva de establecer la verdad de los hechos.

Creemos que, por lo común, se da sobrada importancia a los hechos que se presentan en la superficie de la sociedad, y se prescinde de los que se verifican en su fondo. Los trastornos de los gobiernos, las guerras, el engrandecimiento decadencia de los imperios, se explican demasiado por causas políticas, o por la influencia de ciertos hombres; si se calara más hondo en el corazón de la sociedad, se encontrarían otras causas más profundas, y sobre todo, más naturales y sencillas. El primer estudio preparatorio que a nuestro juicio debiera hacerse en la historia, es la investigación de los datos que pusieran de manifiesto el vivir de los pueblos; entendiendo por esto el formar una estadística, tan exacta y minuciosa como fuera posible, no tan solo de su estado intelectual y moral, de las relaciones de familia, de su religión, de sus leyes, usos y costumbres, sino también, y muy particularmente, de cuáles y cuántos eran sus medios de subsistencia.

Demostró un gran interés por cuestiones exclusivamente metodológicas, y por los medios que el historiador tenía a su alcance para poder establecer la verdad de los hechos, o por lo menos una reconstrucción verosímil de los mismos, cosa que tenía en común con los grandes historiadores de su siglo. El Criterio (1845) es una interesante obra balmesiana que se ocupa esencialmente de los fundamentos básicos para alcanzar el conocimiento. En ella – y más allá de la aparentemente sencilla filosofía del sentido común de la que algunos le acusan- hay menciones a cómo el historiador debe proceder frente a la información que extrae de sus fuentes y cómo puede discriminar lo verdadero de lo falso, cómo puede, a partir de las innumerables informaciones, elaborar un discurso verdaderamente histórico. En el capítulo XI, § III ofrece algunas reglas para el estudio de la Historia que nos permiten ver en Balmes un auténtico historicista, hijo de su tiempo:

Regla 1: es preciso atender a los medios que tuvo a mano el historiador para encontrar la verdad y las probabilidades de que sea veraz o no

Regla 2: en igualdad de circunstancias, es preferible es testigo ocular

Regla 3: entre los testigos oculares, es preferible el que no tomó parte en el suceso y no ganó ni perdió en él.

Regla 4: el historiador contemporáneo es preferible, teniendo empero el cuidado de cotejarle con otro de opiniones contrarias.

Regla 5: los anónimos merecen poca confianza

Regla 6: antes de leer una historia es muy importante leer la vida del historiador

Regla 7: obras póstumas publicadas por manos desconocidas, son casi siempre apócrifas.

Regla 8: desconfianza ante obras basadas en memorias secretas y papeles inéditos, manuscritos.

Regla 9: negociaciones ocultas, anécdotas, deben ser tomado con desconfianza.

Regla 10: tratándose de pueblos antiguos o muy remotos preciso dar poco crédito a cuanto se nos refiera.

Dada la naturaleza de la obra, centrada en el recto modo de acceder al conocimiento, las observaciones son sobre todo de índole metodológica y no puede sorprender que la mayor preocupación balmesiana sea la cuestión del acceso del historiador a la verdad objetiva, el establecimiento positivo de los hechos, la reconstrucción exacta de las cosas como han sido realmente, y cómo habrían de separarse las impurezas o ganga del mineral, las noticias falsas de las verdaderas. Su deseo de acceder a los testimonios directos, le lleva a preferir en la investigación histórica la contemplación del objeto real, del monumento propiamente dicho, ya sea dicho monumento, ya se trate de un objeto material, como puede ser una moneda o una estatua, ya sea una obra literaria salida de la época que se pretende conocer.

Así en el capítulo XX, titulado Filosofía de la Historia, § II indica el medio más efectivo para conocer la esencia misma de la época histórica que estudiamos, que es el diálogo directo –sin intermediarios- con sus testimonios:

Preciso es leer historias, y, a falta de otras, debe uno atenerse a las que existen; sin embargo, yo me inclino a que este estudio no basta para aprender la filosofía de la Historia. Hay otro más a propósito y que, hecho con discernimiento, es de un efecto seguro: el estudio inmediato de los monumentos de la época. Digo inmediato, esto es, que conviene no atenerse a lo que nos dice de ellos el historiador, sino verlos con los propios ojos.

Pero este trabajo, se me dirá, es muy pesado, para muchos imposible, difícil para todos. No niego la fuerza de esta observación, pero sostengo que en muchos casos el método que propongo ahorra tiempo y fatigas. La vista de un edificio, la lectura de un documento, un hecho, una palabra, al parecer insignificante y en que no ha reparado el historiador, nos dicen mucho más y más claro, y más verdadero y más exacto, que todas sus narraciones.

Un historiador se propone retratarme la sencillez de las costumbres patriarcales: recoge abundantes noticias sobre los tiempos más remotos y agota el caudal de su erudición, filosofía y elocuencia para hacerme comprender lo que eran aquellos tiempos y aquellos hombres y ofrecerme lo que se llama una descripción completa. A pesar de cuanto me dice, yo encuentro otro medio más sencillo, cual es el asistir a las escenas donde se me presenta en movimiento y vida lo que trato de conocer. Abro los escritores de aquellas épocas, que no son ni en tanto número ni tan voluminosos, y allí encuentro retratos fieles que enseñan y deleitan. La Biblia y Homero nada me dejan que desear.

Monumentos, como los monumentos arqueológicos, pero también literarios o epigráficos, pero también literarios como los que reflejan las épocas de bardos, poetas y patriarcas, en ese sentido no hace sino continuar con el lugar común del romanticismo y la literatura europea que valoraba sobremanera a Homero y la Biblia (así por ejemplo en varios pasajes de Poesía y Verdad, de J.W. von Goethe).

Esto nos lleva necesariamente a algo que muchos supuestos especialistas olvidan recomendar a sus alumnos en clase: la pluralidad de lecturas, así en el § III Aplicación a la Historia del espíritu humano

Son muchos los historiadores del entendimiento; pero si se desea saber algo más que cuatro generalidades, siempre inexactas y a menudo totalmente falsas, es preciso aplicar la regla establecida: leer los autores de la época que se desea conocer. Y no se crea que es absolutamente necesario revolverlos todos, y que así este método se haga impracticable para el mayor número de los lectores: una sola página de un escritor nos pinta más al vio su espíritu y su época que cuanto podrían decirnos lo más minuciosos estudios.

Leer los autores es conocer las fuentes, así se expone en § IV Ejemplo sacado de las fisonomías

En las obras críticas se nos ofrecen extensas y tal vez exactas descripciones del estado del entendimiento en tal o cual época, y, a pesar de todo, no la conocemos aún; si se nos presentases trozos de escritores de tiempos diferentes no acertaríamos a clasificarlos cual conviene, y nos fatigaríamos en recordar las cualidades de unos y de otros, pero esto no nos evitaría el caer en equivocaciones groseras, en disparatados anacronismos. Con mucho menos trabajo saliéramos airosos del empeño si hubiésemos leído los autores de que se trata, quizá no disertaríamos con tanto aparato de erudición y crítica, pero juzgaríamos con harto más acierto.

Ante todo la vivencia propia, individual, personal, intransferible e insustituible, el ir a los hechos mismos, sin dejarse guiar por las experiencias ajenas, sino por las propias vivencias. Uno debe ver por sí mismo. Hay que ver con los propios ojos y no con instrumentos extraños o autores intermedios; no en vano se critica una erudición vanamente ilustrada –la cultura de la nota a pie de página-, que describe pero no demuestra nada, que traza esquemas pero que no desciende a los hechos ni conoce a las personas protagonistas de los mismos ni sus motivaciones.

Probablemente donde deja entrever más sus concepciones de la Historia es un trabajo biográfico, titulado Mariana, dedicado a la figura del gran historiador eclesiático, y que fue publicado en 1842, tres años antes que El Criterio. Ante todo Balmes muestra aquí toda su simpatía moral y admiración por el hombre e historiador que fue el padre Mariana; destacando, no obstante, un cierto talante sombrío, apesadumbrado quizá por la situación histórica que le tocó vivir. Aquí parece que Balmes pensaba en realidad en sí mismo y en la difícil situación que atraviesa en 1842. Mariana aparece como un consumado hombre de letras, buen teólogo, amante de su país, de méritos intelectuales que le permiten superar la humildad de su origen, pues el mérito personal y la valía individual son a la postre algo más importante que la familia, la estirpe o la clase. Mariana es a ojos de Balmes un verdadero héroe romántico de la escritura, aunque no es un poeta, sino un historiador. En efecto, adquiere la forma de un verdadero héroe romántico, pero no de capa y espada, sino de libros y estudio, pues busca incansable la verdad; su deseo de comprender guía su vida, y hasta su mala salud se explicaría por una excesiva dedicación al estudio. El entorno en que desarrolla su actividad es igualmente romántico, una urbe decaída. Después de sus años de formación, Mariana encamina sus pasos a lo será su destino definitivo, que es Toledo, hermosa ciudad decadente, como una Roma recién caída. Una ciudad que ha sido esplendorosa, pero que ya no es la capital del reino. Uno de los acontecimientos donde brillan la erudición de Mariana, así como su valentía, es en caso de la comisión que juzgará la obra de Arias Montano, en concreto al Biblia Políglota (o Filipina). Se trataba de demostrar entre otras cosas si Montano había sido judaizante, lo que podía ser una gravísima acusación. Mariana demostró valentía y conocimiento y sobre todo fue lo bastante valiente y fiel a la verdad como para no condenar la obra de un genio como Arias Montano. Mariana es presentado, por tanto, como un hombre que no teme en defender la verdad ante las autoridades, pese a los peligros que eso pueda suponer.

En 1595 el padre Mariana publica una obra para la época científicamente solvente, y valiente, desde el punto de vista de la conciencia: la Historia de España. Aquí se aúna el estudio con la exaltación nacional. Aunque la crítica moderna ha puesto al descubierto los errores de Mariana, Balmes insiste en que hizo lo que pudo con los datos de que disponía en el momento científico en que vivía, y que al fin, hizo más de lo que pudo con los medios que contaba, que fue de los primeros en introducir la sistematización y la crítica racional de documentos. Los fallos metodológicos cometidos a la luz de la crítica moderna, no significan nada frente al hecho de que es concebido como uno de los introductores de un método moderno de investigación. Esto supuso que él mismo se sintiera orgulloso de su obra, lo que no estaba exento de cierta soberbia. Mariana es además un buen escritor, no sólo es erudito, sino que además escribe bien, con cierta tendencia al arcaísmo, porque según Balmes es una especie de Catón de las letras. Pero para Balmes, Mariana es además un apóstol de la verdad desnuda e imparcial. Una obra que merece especial atención a Balmes, no tanto por su interés histórico cuanto filosófico y político es De Rege et Regis Institutione, donde Mariana plantea los fundamentos de la monarquía católica tradicional: hombres libres que siguen a un rey voluntariamente, un rey que tiene que merecer serlo. En el fondo Balmes admiraba esta condición de Mariana de hombre irreductible, continuamente menciona su arrojo juvenil, su espíritu de lucha, hace un retrato muy romántico de Mariana, pintándolo como un combatiente de la escritura, como un intelectual moderno; si bien le alarma la cuestión del tiranicidio, que Mariana no condena, y Balmes no es precisamente dado a los experimentos revolucionarios o a las conspiraciones. Pese a todo, Mariana es el modelo de historiador que Balmes admira, defensor de la verdad, erudito, sabio.

El problema de la moral es una constante, no basta con la inteligencia, con la intelectualidad, hay que buscar algo más. En otro de los escritos de Balmes, que lleva por título La civilización, diserta sobre qué debe entenderse realmente bajo el término civilización, qué es, qué cosas la conforman, qué es lo que tiene preeminencia, dónde queda la instrucción pública. En este ensayo se pasa revista a las grandes civilizaciones de la Antigüedad y se menciona el feudalismo. Ante todo plantea si Grecia y Roma han caminado hacia la civilización, y afirma que no, que han ido directamente al despotismo, el lado contrario de la civilización. No resulta difícil ver aquí las preocupaciones propias de su tiempo, después de la amarga experiencia de las guerras napoleónicas y las revoluciones. Las razones de esta caída de la Antigüedad en el despotismo son oscuras desde el momento en que eran naciones avanzadas, con élites inteligentes, pero se plantea que, para Balmes, la inteligencia no es nada sin moral. Más bien se abre un problema de consecuencias insospechadas cuando la inteligencia obra al margen de la moral (lo que lleva a la antesala del descontento social y anticipa de alguna manera el drama del humanismo ateo tan característico del siglo XX). La inteligencia es más importante que la fuerza para determinar qué es una sociedad, por eso Grecia es una civilización y Persia sólo un despotismo. Pero la inteligencia no basta por sí misma. Haría falta moralidad, lo que a la civilización clásica le faltaría para llegar a la culminación sería, naturalmente, el cristianismo.

Para Balmes es mucho más grave cuando no coincide la inteligencia elitista con la inteligencia popular. Es importante consignar que según nuestro autor la alta literatura no refleja la verdadera situación de un país, su brillantez puede no ser sino un cortinaje que oculta el lecho de un moribundo. Así, la preeminencia de la Iglesia se traduce por un predomino de la utopía católica en las letras, que sin embargo se hunde al primer empuje por la irrupción de los bárbaros. En último término, la fuente de todos los males es la desigualdad social, también del resentimiento y del ansia de venganza que cristalizan en revolución, incluso en Atenas (con el problema de las deudas hasta las “reformas” de Solón) y en Roma (con la cuestión patricio-plebeya).